Por: Hugo Rangel Vargas


En las últimas décadas en nuestro país los funcionarios públicos encargados de elaborar la política económica han llevado a la práctica la idea de mantener la estabilidad de precios a toda costa. Para ellos, mantener a raya el crecimiento de los precios o de la inflación, es prioritario como objetivo por encima del crecimiento económico o la generación de empleos.
Y es que los defensores de esta idea sostienen que a largo plazo, el crecimiento económico llegará si se mantienen precios estables que permitan desarrollar con normalidad las inversiones y el clima de negocios. El fetiche de los precios es tal que, para sus creyentes, no se puede transigir ni un ápice en la disciplina antiinflacionaria, por lo que el sacrificio de un poco de crecimiento económico en aras de un férreo control inflacionario, es loable a la luz de la recompensa futura de prosperidad y empleo.
Los resultados de estas políticas públicas están a la vista en México. Las tasas de inflación, objetivo central de las administraciones neoliberales, se han visto controladas drásticamente al punto que el crecimiento de los precios en la primera quincena de agosto tuvo un mínimo histórico desde 1988 al alcanzar una tasa anualizada del 2.64 por ciento.
En contra parte, desde la administración de Carlos Salinas de Gortari en la que el crecimiento de la economía tuvo una tasa promedio anual de 3.9 por ciento; esta cifra ha mostrado un descenso sexenio tras sexenio para llegar a lo que va del gobierno de Enrique Peña Nieto al 1.8 por ciento en promedio anual. El control de la inflación sin duda ha cobrado la penitencia del crecimiento económico, pero la recompensa de la prosperidad a futuro no ha llegado después de casi 30 años de sacrificio.
Sin embargo una temporada difícil parece avecinarse para el castillo de naipes que se ha construido sobre la base de la estabilidad de precios. La depreciación de la moneda nacional frente al dólar, que ha acumulado en los últimos doce meses un 22 por ciento, amenaza ya con empezar a cobrar efectos sobre la inflación; dejando nuevamente sin utilidad los tributos que se han rendido ante el control de esta última variable en los últimos años.
Hasta el momento los efectos inflacionarios del incremento en el tipo de cambio no se han dejado ver debido a que los precios de ciertos insumos que tienen un encadenamiento sobre la definición de los costos de la producción de muchos bienes y servicios como algunos combustibles, electricidad y algunos metales; no han mostrado signos de incremento.
Paradójicamente a ello hay que agregar, según declaraciones del propio gobernador del Banco de México, que la “demanda agregada débil ha contrarrestado algunos costos mayores en insumos importados causados por la depreciación de la moneda nacional”; esto significa que nuestra debilidad económica provoca que las importaciones de bienes, ahora más caros ante un tipo de cambio más alto, no haya crecido y en consecuencia esto no se traduzca en presiones inflacionarias.
Sin embargo parece cuestión de tiempo para que la devaluación le cobre la factura a la inflación en una economía dependiente de insumos y de paquetes tecnológicos importados del vecino país del norte. Al menos así lo evidencia el crecimiento del índice de precios al productor que durante julio se mostró al alza en rubros como mercancías y servicios finales, actividades primarias, entre otros; alcanzando tasas anualizadas cercanas o superiores al 5 por ciento.
Esto no significa otra cosa más que los costos de los insumos de la producción ya están teniendo impactos a la alza y el hecho de que estos se trasladen a incrementos en los precios depende de cómo responda el sector industrial y comercial en su traslado al precio final al consumidor.
Mientras esto ocurre, permanece en vilo la idea de la utilidad del ya recurrente llamado a “apretarse el cinturón” que ha mantenido a la economía mexicana en permanente estado de depresión ante el espejismo del crecimiento futuro con estabilidad de precios.

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