Por: Hugo Rangel Vargas

El gusto por el fútbol es apasionante en la medida en la que consume la atención de los aficionados durante los minutos de juego a la expectativa del elixir del gol. Amar el fútbol no precisamente es amar el resultado de un encuentro, por mucho que el equipo del que se es fan se juegue la vida en él. Un concepto de juego debe predominar sobre los resultados, o como lo diría Cesar Luis Menotti, “se puede perder un partido pero lo que no se puede perder es la dignidad por jugar bien al futbol”.

Una injusticia legal, una traición al fútbol, una complacencia corrupta con el resultado; fue el espectáculo al que acudimos durante el juego en el que la selección mexicana de fútbol eliminó, en fase de semifinales, a su par panameño. Ahí, tal como ocurrió en el partido anterior ante Costa Rica, el seleccionado nacional no tuvo mucho que ofrecer más que la capitalización de la injusticia de un árbitro que concedió dos goles legalmente contados a su favor, pero infamemente concedidos por un réferi que forma parte de un gran engranaje que defiende al fútbol como un negocio y no como un espectáculo.

La injusticia elevada a la suprema categoría de bondad, la injusticia encubierta tras el fango de la ley como letra, mas no como espíritu; esta es la hipocresía que tuvo como escenario un campo de fútbol, pero que en otros momentos se ha reproducido en múltiples aristas de la vida del país para poner en evidencia a un estado de derecho en crisis de moralidad y pertinencia.

Aquí fue en donde un presidente venerado por la historia de bronce, Benito Juárez, distinguió con mucha claridad la diferencia entre legalidad y justicia al señalar que “a los amigos justicia y gracia; a los enemigos la ley a secas”, éste es el país de la vergüenza legalmente instituida que tiene en goce de libertad a Raúl Salinas de Gortari y a Rafael Caro Quintero, así es la ley en el México que pone en libertad a un ex gobernador a quien se le acusa de haber saqueado el erario de Aguascalientes y que tiene sin explicación convincente alguna y en plena impunidad masacres como las de Acteal, Aguas Blancas, Tlatlaya y Ayotzinapa.

El México que festejó los dos penaltis que le llevaran a su seleccionado a jugar inmoralmente una final de fútbol, es el mismo que tiene en la inanición y tras de un enrejado a un hombre que clamó justicia antes que legalidad tal como lo hizo José Manuel Míreles. Este país que contemplará el próximo domingo la consumación de un perjurio al fútbol y a la lealtad deportiva; ha observado el encarcelamiento de un defensor de la dignidad del pueblo, Semeí Verdía, mientras sigue en la impunidad el asesinato de un menor en Ostula.

El tamaño de aquel “no era penal” del mundial de Brasil 2014, tiene la proporción de la injusticia del “no era penal” tico y panameño; y estos a su vez son apenas un palidísimo reflejo de los absurdos de la prisión de José Manuel Míreles y de Semeí Verdía.

Pero el devenir permanente de injusticias y la acumulación de las mismas laceran la memoria de una sociedad lastimada que ha perdido su capacidad de asombro y ve como la cotidianidad consume infamias tal como un ser vivo respira. Quizá el mejor retrato de ésta fibrosis que ha dejado en el pasmo permanente e indolente a nuestro país, sea el dicho de Gonzalo N. Santos que coloca a la moral en la dimensión pragmática del árbol que da moras.

Míreles y Semeí muy probablemente permanecerán tras las rejas porque han puesto el dedo en la dolorosísima llaga de un estado que también ha extraviado su escala de valores, colocando a la sociedad en una gravísima crisis de inseguridad, mientras la clase política pelea sus privilegios y los amplía.

Esta es la misma crisis de valores que padece el fútbol y que ha colocado a la afición en la pobreza de un resultado que traiciona el espectáculo, pero que servirá para reproducir las ganancias de directivos que mercan con una pasión que es la única salida hiperrealista a la lacerante cotidianidad de éste país.

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